La última Migración

 

        Buenas noches a todos. Hoy os traigo el relato que preparé para la primera convocatoria de la revista Windumanoth y que no ha sido seleccionado para su primer número. Así que, aquí lo tenéis. Espero que os guste. El fin del mundo ya está aquí, pero la Humanidad todavía tiene una última salida.


La última Migración
        Estaban al borde de la extinción. No se podía viajar en el tiempo. No había nada que pudieran hacer para cambiarlo, para volver al punto en que todo había empezado a fallar y detenerlo. Su Tierra moría, agonizaba, al igual que la especie humana al completo. Nadie podía salvarse, salvo, tal vez, todos los que ya habían migrado. E incluso estos temían a veces que, con la muerte de sus cuerpos, su alma pereciera también y que todo terminara para siempre pese a los enormes esfuerzos que la especie humana había invertido en la Migración. Pero a lo mejor no ocurría. Y esa era la esperanza a la que se aferraba ahora la Humanidad.
        Una última opción. Una última salida desesperada. Una última...
Arundhati Bharat Bhusan sacudió la cabeza, sofocando aquel incómodo pensamiento, y se reclinó en la silla de tránsito, mientras sobre ella los anuncios sobre la Migración destellaban uno detrás de otro en coloridos hologramas.
        El futuro no se ha acabado. Aún es posible la salvación. ¿Cansada de la enfermedad? ¿Cansada de la muerte? ¿Cansada de pasar hambre? ¡Todavía estás a tiempo! ¡Apúntate al fin de la escasez, al fin del hambre! ¡La Migración te espera! ¡Inscríbete en nuestras listas y atrévete a soñar con un futuro mejor! Con un mundo donde no pasarás hambre de nuevo, donde la radiación no existe y estarás sana una vez más. Será el fin del dolor. El fin de la escasez. ¡Tu futuro es ahora! Inscríbete en nuestras listas y prepárate para abrazar un futuro lleno de posibilidades. ¡Tu salvación y la de todos cada vez más cerca!
        Sí, eso era. Salvación. Esperanza. Una nueva vida. Aquellas, y no otras, eran las palabras correctas. Lo único en lo que debía pensar, a lo que debía aferrarse. La Migración era la salvación que tanto habían deseado y por la que tanto habían luchado después de que la Gran Guerra Final destruyera el mundo. No estaba bien que pensara en las consecuencias. Tampoco era ella quién para cuestionar lo que estaban haciendo en realidad, en todo lo que implicaba la Migración.
        No era lo correcto. Más aun, era traición. Todo el mundo sabía que te podían encarcelar y sacarte de las listas sólo por hablar de ello. Así que nadie lo hacía. O casi nadie, al menos. No si te importaban tu vida y tu futuro, si querías seguir adelante. Después de todo ¿qué otra opción tenían? Era aquello o la extinción. La Migración era la única salvación posible para la Humanidad. No se trataba tan sólo de la vida de uno o dos individuos, sino de toda una especie.
       O al menos de su especie humana. Valía la pena hacer sacrificios por algo como aquello. Aunque también era cierto que no todos los ciudadanos podían permitirse migrar —o descargarse, como habían empezado a llamarlo la gente de su edad—, porque si bien la Migración era todo lo que les quedaba, los científicos que dirigían el proceso a nivel global no siempre encontraban una compatibilidad y sin ella no había salvación posible. Pero, pese a eso, lo merecía. Claro que lo merecía. Merecía el coste a pagar.
    «Mejor pagarlo que morir —reflexionó Arundhati frotándose los brazos con creciente incomodidad. No quería pensar en ello, pero se veía incapaz de bloquear todos aquellos pensamientos incorrectos y prohibidos; no con los anuncios holográficos destellando ante ella, sugiriéndole qué debía pensar, qué debía creer, qué era lo correcto—. La Migración es mejor que la muerte. La Migración es mejor que la muerte —se repitió a sí misma, como un mantra, tratando de convencerse una vez más—. No quiero morir. Nadie quiere morir. Aunque no lo llamemos por lo que realmente es. Y no voy a renunciar. No ahora que tengo plaza, ahora que voy a migrar. Muy pocos renuncian cuando les dan una plaza… Yo… yo no quiero renunciar a la mía. No quiero… morir. Pero…»
       Pero mientras los doctores le ajustaban los electrodos sobre la cabeza rapada y la preparaban para la Migración, no pudo sacarse aquellas ideas de la cabeza. Ella quería vivir. Y si ella quería vivir, ¿no lo querría también la otra?
      Arundhati contuvo un escalofrío y sintió como el aliento se le quedaba retenido en el pecho, amenazando con ahogarla. Comenzó a hiperventilar…
      —Tranquila —susurró la técnico que la atendía en ese momento con una sonrisa en los labios—, no dolerá.
      —No… no tengo miedo, no al dolor, es sólo que estoy nerviosa —mintió—. No sé qué habrá y…
      —Eso también es normal. En breve empezarás una nueva vida, después de todo.
      —Lo… lo sé —balbuceó Arundhati—, pero…
     —Es normal sentirse así cuando te tumbas en la silla de tránsito. Les pasa a todos —asintió la mujer, le acarició el brazo para tranquilizarla y luego empezó a conectar una vía de fármacos tras otra a sus venas—. Yo estaré igual cuando me llamen —la mujer le sonrió—, estoy segura. Ahora, cierra los ojos y todo irá bien. Ya verás.
      Arundathi obedeció e intentó relajarse. Y, sobre todo, trató de no pensar en los electrodos que tenía pegados al cráneo ni en nada que no fuera la nueva vida que la esperaba del otro lado de la Migración.
      El primer pensamiento que le vino a la cabeza fue que allí tendría pelo. No como ahora, que lo había perdido todo debido a la radiación. Era de las cosas que más había echado de menos los últimos años: su bonito pelo negro y largo. Pero ya no tendría que preocuparse de eso. Nunca más. Por otro lado,  tenía que reconocer que su cabello había sido bonito en el pasado, cuando comía bien y su vida era próspera, pero no durante los meses antes de perderlo, cuando la radiación había empezado a afectarlos a todos, la comida había comenzado a escasear en todas partes, incluso en los países ricos, y la enfermedad había empezado a carcomerla por dentro.
      ¿Tendría también padres tras la Migración? Sintió un súbito nudo de angustia en la garganta al acordarse de ellos. Se habían despedido en la antesala, antes de entrar para que la prepararan para el proceso. La habían abrazado y habían besado sus manos y su frente deseándole lo mejor en su nueva vida; una a la que no podrían acompañarla por ahora. Aunque habían prometido buscarla cuando les llamaran a ellos. Si es que alguna vez lo hacían.
       «Han encontrado a alguien compatible para mí, igual también encuentran pronto a alguien para ellos. Igual no tardo mucho en volverlos a ver».
      Pero no quería hacerse ilusiones. Migrar implicaba renunciar a su familia, tal vez para siempre. Lo tenía claro desde que sus padres la habían inscrito en el programa cuando sólo era una niña, y había tenido décadas para asumirlo. Porque la razón por la que no todos los ciudadanos podían permitirse migrar nunca había sido económica, no al menos en los últimos tiempos, sino de compatibilidad, de empatía.
        No todos tenían un reflejo en el otro lado al que migrar. Las personas del otro lado no siempre eran otra versión de ellos mismos, a veces eran demasiado diferentes y, por lo tanto, incompatibles.
Invasión. Asesinato.
        Las palabras incorrectas, las prohibidas, se abrieron finalmente camino desde las profundidades de la mente de Arundhati y la muchacha apretó los dientes y tragó saliva. Su respiración se aceleró de nuevo.
       No, esas no debía usarlas. No tenía que pensar en ellas siquiera.  No. No, no, no. Estaban prohibidas. Igual que genocidio. Igual que robo. Igual que posesión. Igual que exterminio.
         Migrar estaba bien. Descarga también. Salvación también era una palabra permitida. Lo alejaba de lo personal, lo alejaba de la verdad. Era una forma ruin y mezquina de engañarse a ellos mismos, pero al mismo tiempo les permitía vivir con las consecuencias de lo que estaban haciendo. Arundhati estaba convencida de que aquel autoengaño era lo único les permitía seguir adelante con aquello, vida a vida, persona a persona, con la inevitabilidad de una marea imparable.
        «Una vida feliz. Del otro lado. Migrar. Descargarte. Salvarte. Se acabó la enfermedad, se acabó el hambre, se acabó la muerte. Mi futuro es ahora. Mi futuro es ahora. Mi futuro es ahora».
       Los ecos, las voces de los anuncios de la Migración, resonaron como un mantra desde los hologramas que ahora no podía ver y Arundhati se dejó arrastrar por ellos.
        Pero todo era falso, como eran falsas las palabras permitidas. No como “invasión” y el resto de las palabras correctas y prohibidas. Esas que tenían aquellas incómodas connotaciones morales negativas, reprobatorias —como si lo que estaban haciendo estuviera de algún modo mal—, reflejaban la verdad. Sin embargo, la auténtica verdad, la única que importaba, era que no tenían otra salida si querían salvarse de la extinción. ¿Qué otra opción les quedaba cuando su Tierra, toda su especie, se acercaba a su fin?
        Aunque el precio fuera exterminar una mente, una personalidad, un alma, del mundo paralelo que había al otro lado de la Migración.
         Y ella formaba ahora parte de ello. Parte de la invasión, del genocidio, del exterminio.
        —¿Estás lista?
       La voz de la técnico pareció llegar a ella desde muy lejos, y Arundhati apretó los ojos con fuerza y asintió. Quería vivir. Quería estar sana. Quería un futuro. Quería volver a tener pelo. Aunque tuviera que matar a alguien y robar una vida para lograrlo.
        Arundhati sintió cómo el mundo giraba y zumbaba a su alrededor… Y migró.

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