Sangre en sus manos


        ¡Buenos días a todos!

        Hoy os traigo un nuevo relato de ciencia ficción. En esta ocasión se trata del que se publicó como parte de la antología "Para el Maestro" en honor de Sir Terry Pratchett. Al tratarse de una cesión de derechos no exclusiva, os lo puedo traer finalmente por aquí y compartirlo con todos aquellos que no hayáis leído todavía.

        Espero que lo disfrutéis y os ayude a tomar siempre la decisión correcta, por muy difícil que sea, porque hacer lo correcto requiere a veces todo el valor que uno pueda reunir.


Sangre en sus manos

        La comandante Lúria se miró las manos una vez más y volvió a sentir el súbito impulso de limpiárselas en los pantalones… aunque no estaban manchadas. Casi se podría decir que no las había tenido más limpias desde que se ganó aquel ascenso cinco años atrás y había abandonado los campos planetarios de batalla. Pero seguía viendo la sangre en ellas, manchando su piel. Una sangre que sabía nunca se iría. No del todo.
        Se volvió hacia la capitana Alisia con un suspiro y reconoció en sus ojos y porte la misma repugnancia que ella sentía hacia sí misma y hacia todo en lo que se habían convertido durante la guerra. Aunque era consciente de que no habían tenido otra opción. Ni ellas ni nadie.
        —¿En qué piensas? —susurró Alisia sin mirarla, sus ojos azules clavados en el desierto campo de batalla que se extendía más allá de la colina en donde se encontraban.
        Su amiga y compañera parecía agotada, al límite de sus fuerzas, como si ya no pudiera soportarlo más. Ella se sentía igual y, de un modo extraño, aquello la reconfortó. Lúria inhaló y sacudió la cabeza al tiempo que toqueteaba el difusor de partículas víricas que llevaba a la cintura. En cuanto se dio cuenta de lo que hacía, apartó la mano, como si el mero contacto con aquel aparato la fuera a manchar de sangre. En cierto modo era verdad.
        —En nada y en todo —respondió tras un corto silencio, volviéndose ella también hacia el arrasado paisaje—. En la sangre que nos mancha las manos, en lo que hemos hecho aquí. En todo lo que hemos perdido. Su voz se apagó y no fue capaz de continuar. Agachó la cabeza y volvió a mirarse las manos. Una de ellas comenzó a temblar. Otra vez.
        Ya habían tenido antes esa conversación, cientos de veces, pero nunca allí, a la vista de un campo de batalla o de sus tropas. Ni siquiera sabía por qué estaban hablando de ello ahora.
        «Lo único que pasa es que ya no lo aguantamos más. Ninguna de nosotras».
        —Yo también —confesó Alisia muy bajito y dio un par de pasos al frente, situándose al borde mismo del negro erial que tenían delante, dejando que el calor que emanaba de la tierra calcinada azotara la piel de su rostro—. No sé si es que he perdido mi humanidad o que, para empezar, jamás la tuve.
        —¡No digas eso! —replicó Lúria espantada, sintiéndose morir un poco por dentro.
       —Pero es cierto, Lúri —Alisia la miró por encima del hombro con infinita tristeza en sus ojos claros. No había lágrimas en ellos; hacía ya años que se habían agotado—. Nos eligieron para esto. Para esto soportamos todas esas pruebas psicológicas después de salir de la academia de oficiales. Hace ya no sé, ¿un año? —Frunció el ceño y luego se volvió de nuevo hacia el campo arrasado donde había tenido lugar el último combate por la supremacía humana en aquel planeta; donde tantos habían muerto—. Da lo mismo. Hace un año que me pregunto si esa selección era para poder soportar todo esto, toda esta muerte, la sangre sin que nos volviéramos locas. Y si es así, eso significa que ya teníamos algo roto muy dentro desde el principio. Que no éramos del todo humanas. Ningún…
        Alisia se interrumpió en seco y tragó saliva de forma espasmódica. Lúria se acercó a ella hasta situarse también al borde del terreno calcinado. Vaciló durante un instante, conteniendo las ganas de volverse hacia sus tropas de tierra y los prisioneros de guerra que tenían a sus espaldas, pero finalmente tomó la mano de Alisia entre las suyas.
        Sus ojos recorrieron su familiar perfil, desbordada una vez más por el amor que sentía por ella: dura, severa, con el rubio cabello muy muy corto y la piel pálida arrebolada en las mejillas por todas las emociones que estaba conteniendo.
        «Si eso no la hace humana no sé qué lo hace».
        —No es cierto, Al. Creo… —Lúria hizo una larga pausa y entrecerró los ojos, pensando bien en las palabras adecuadas. A diferencia de Alisia, las palabras jamás se le habían dado del todo bien. Finalmente, asintió—. Creo que solo nos arrebatamos a nosotras mismas la capacidad de sentir. Lo necesitábamos para seguir adelante e impartir y obedecer las órdenes. Solo creo —sacudió la cabeza y sus ojos volvieron a los campos destrozados por las armas térmicas y biológicas, donde nada volvería a crecer o vivir, puede que en centenares de años—, que no tuvimos otra opción.
        Alisia no dijo nada. Se limitó a soltarse de su mano y dio otros dos pasos más, adentrándose en la desolación. Abrió los brazos y alzó el rostro hacia el cielo perlado de nubes anaranjadas. Sus pies apenas dejaron huella alguna en el terreno duro, ardiente y cristalizado, pero la suela de sus botas comenzó a humear.
        —A veces pienso si los humanos no nos habremos convertido por dentro en nada más que esto —susurró Alisia completamente inmóvil, con su silueta perfilada contra las ondas de calor que se alzaban de la tierra negra y requemada—: en un erial arrasado y destruido, calcinado y estéril, donde nada puede crecer.
        Lúria no respondió, solo se quedó allí, al borde mismo de los campos, sintiéndose tan muerta por dentro como su compañera decía.
        Una súbita ráfaga de viento removió el aire caliente y alzó una cortina de polvo negro del campo de batalla que veló la figura de Alisia durante apenas un instante. Lúria notó cómo una punzada de pánico se clavaba en sus entrañas y, en un impulso, alargó una mano hacia ella, pero luego la dejó caer a un costado. No le pasaría nada. Ninguna de las armas biológicas que se habían usado allí le provocaría siquiera un sarpullido, aunque siguieran activas tras el ataque térmico; no reconocerían su ADN. En cuanto al calor…
        «Un poco de calor nunca ha matado a nadie. A nadie que no fueran ellos, claro».
        Se giró de mala gana hacia los últimos supervivientes nativos de aquel planeta y observó, con el corazón encogido por la angustia, el desarrapado grupo que formaban dentro de la cúpula de energía que sus soldados mantenían vigilada. La habían instruido para que no sintiera nada por ellos, para que no hubiera lugar dentro de ella para la compasión o la clemencia. Para que no sintiera empatía. Ellos o nosotros. Ese había sido el mensaje año tras año, mientras erradicaban aquella especie de aquel planeta y sus lunas; mientras se apoderaban de su tecnología y terraformaban continentes enteros volviéndolos inhabitables para los nativos.
        «Genocidio».
        La palabra que afloró de pronto en su mente la golpeó con la fuerza de un rayo de plasma. Las manos volvieron a temblarle y las tensó sobre el cinturón del que colgaba el emisor de partículas víricas que había matado a tantos alienígenas. Pero la palabra no desapareció. Se enquistó en su interior como uno de aquellos gusanos de los pantanos que podían llegar a matarte de asfixia según crecían y se propagaban por tus vías respiratorias.
        —¿Estás bien, Lúri? —la voz de Alisia a su espalda la hizo estremecer.
        —No —consiguió farfullar mientras toda ella comenzaba a temblar, incapaz de soportarlo más.
        No podía apartar sus ojos negros de los prisioneros. Cien mil civiles, militares y científicos. Todos harapientos, heridos, moribundos, enfermos… Desesperados. Todo lo que quedaba de aquella magnífica especie capaz de construir ciudades flotantes y subacuáticas, de cantar con colores y olores, que solo había deseado el comercio y la paz hasta que la Flota Imperial llegó a su sistema.
        Y ellos los habían erradicado.
        Sintió que comenzaba a ahogarse y se volvió hacia Alisia. Apenas pudo enfocar su rostro. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
        —¿Qué hemos hecho, Al? —inquirió con la voz rota, quebrada por dentro, mientras la consciencia de lo que habían hecho se abría camino al fin en su interior, derribando todas las defensas que tan cuidadosamente había construido durante sus diez años de servicio, mientras ascendía y ascendía en el escalafón militar—. ¿De qué ha valido todo… esto? ¿Para qué? ¿Para que el Imperio pueda colgarse otra perla más en su collar de planetas? ¿Qué sentido tenía… matarlos?
        Apenas podía respirar. Todo se volvió negro y solo las fuertes manos de Alisia sobre sus hombros la mantuvieron en pie.
         —No… No lo sé, Lúri. Yo… —Alisia pareció dudar sobre si continuar o no, pero luego sacudió la cabeza con fuerza y su mirada se endureció. Bajó la voz—. Creo que el alto mando se ha excedido en este planeta. Las atrocidades que hemos cometido… Ya no lo aguanto más, Lúri. Ningún ser humano habría hecho lo que nosotros.
        Alisia fue incapaz de continuar. Los recuerdos parecieron sobrepasarla a ella también. Se cubrió la boca con las manos, pero no lloró. Una vez más, ninguna lágrima brotó de sus ojos. Lúria apretó los labios sintiendo el dolor de la otra mujer como propio. Aquella guerra interminable las había quebrado de formas que ninguna de ellas hubiera podido imaginar cuando se alistaron. Alisia no lloraba, a ella le temblaban las manos, y conocía a muchos soldados que sufrían dolores imaginarios, constantes pese a los calmantes, que no dormían por las noches si no era bajo el efecto de las drogas, o que no eran capaces de sentir emoción alguna. Otros se habían vuelto locos y disfrutaban con cada masacre que la Flota llevaba a cabo. Ahora, aunque todos ellos seguían caminando, empezaba a pensar que gran parte del ejército estaba muerto por dentro. Como Alisia había dicho con los brazos abiertos sobre los negros campos.
        Inhaló hondo, tratando de serenarse y recobrar el aplomo. Apenas lo consiguió. Se dio cuenta de que tenía que hablar, sincerarse como lo había hecho Alisia. Tenía que soltar lo que la estaba carcomiendo por dentro, tal vez así…
        —Me acaba de venir la palabra “genocidio” a la mente, Al —susurró con un leve temblor en la voz tras asegurarse de que no había ningún otro soldado de la flota a su alrededor—. Y no encuentro otra para describir lo que hemos hecho aquí.
        Alisia se envaró nada más oírla y toda la sangre pareció huir de su rostro ya de por sí pálido, pero no la contradijo, solo pareció de pronto más abrumada que nunca. Y en ese momento Lúria lo comprendió.
        «Algo tiene que cambiar. Tenemos que cambiar. La Flota tiene que hacerlo. No podemos… destruirnos así a nosotros mismos. Eso es lo que estamos haciendo. El alto mando habla constantemente de guerra, de supervivencia, de supremacía humana. Y puede que necesitáramos los otros planetas para subsistir o para defendernos de futuras invasiones. Pero este no. Lo que les hemos hecho aquí…»
        Los ojos de Lúria se volvieron hacia los prisioneros y su mirada se endureció. Luego comenzó a caminar con paso decidido hacia la cúpula de energía que los mantenía encerrados. Oyó cómo Alisia la seguía.
        —¿Lúri, qué vas…?
     —Lo que tendríamos que haber hecho hace mucho. Acabar con todo esto, con toda esta insensatez. Recobrar la humanidad. Y voy a empezar con ellos —señaló con un gesto de la mano a los alienígenas que había bajo la cúpula—. Los van a ejecutar, lo sabes tan bien como yo. Mañana, pasado mañana o dentro de una semana. Si no hago algo estarán condenados.
        Lúria escuchó cómo Alisia escupía una maldición por lo bajo a su espalda y aceleraba el paso hasta ponerse a su altura.
        —Comandante…
        Que Alisia usara su graduación militar hizo que Lúria diera un respingo, pero no la disuadió. Su compañera casi nunca la trataba por su grado, salvo que no tuviera otra opción, y ahora… No, no podía cambiar de idea.
        —Alguien tiene que hacerlo, Al.
        La capitana la adelantó y se puso ante ella, caminando hacia atrás para poder mirarla a los ojos, levemente horrorizada.
        —No digo que no, Lúri, pero no tienes por qué ser tú. Si lo haces te enfrentarás a un consejo de guerra.
        Lúria apretó los dientes y asintió, más para sí que para Alisia.
       —Me da igual. Si tiene que ser así, que así sea. No hay nadie más, Al. Si nadie diera nunca un paso al frente, no habría nadie a quien seguir.
        Alisia se detuvo un segundo, apartándose de su camino, y luego suspiró, apurando el paso para caminar a su lado en dirección a los prisioneros.
        —Está bien. Estoy contigo. ¿Cómo lo hacemos?
        Lúria no pudo evitar sonreír con fiereza y amargura.
        —No va a ser tan difícil como piensas, ya lo verás. Asegúrate de que todo se grabe y retransmita en abierto, Al. Yo me encargo del resto.
         No se detuvo hasta llegar frente al panel de control de la cúpula, custodiado por una pareja de soldados que se cuadraron ante ellas.
        —Desactiven la cúpula, soldados —ordenó con voz fría como el hielo.
        Ambos hombres dieron un respingo y las miraron a ambas de hito en hito.
        —¿Comandante? ¿Capitana?—susurró atónito uno de ellos.
        —Ya ha oído a la comandante, soldado —intervino Alisia, mirando al chico a los ojos—. Desactive la cúpula, es una orden.
        —¡Señora! ¡Sí, señora!
      Ambos soldados intercambiaron una mirada confusa, pero no tardaron en obedecer. Con un zumbido eléctrico, la cúpula desapareció y los gritos no tardaron en extenderse por todo el campamento. El resto de sus hombres comenzaron a correr hacia los cautivos, gritando con las armas prestas y formando ante un posible nuevo ataque.
        Lúria no les prestó apenas atención y dejó que Alisia se encargara de ellos. Ella se adentró en el recinto y conectó la unidad traductora que llevaba al cinto, capaz de convertir sus palabras en algo inteligible para los alienígenas.
        —Soy la comandante de la Flota Imperial Lúria Ernsdottir. Sois libres —anunció, sintiendo cómo las palabras brotaban de su boca con una fluidez que no había esperado.
        La verdad es que era sencillo. Solo tenía que hablar, solo tenía que decirlo en voz alta; que el alto mando se deslomara luego intentando cambiar lo que allí iba a pasar. Una sonrisa salvaje asomó a sus labios. Le gustaría verlo. Y seguramente lo vería, aunque desde un asiento ante un consejo de guerra. Sin embargo, sentía que estaba haciendo lo correcto, lo que debía hacerse por el bien de la humanidad. Inhaló con fuerza y continuó hablando, proyectando su voz para que alcanzara la mayor distancia posible.
        —No seréis considerados prisioneros por más tiempo. Por el presente acto, y en nombre de la Flota Imperial, os otorgo la libertad para que fundéis nuevos asentamientos en este planeta. No volveréis a ser perseguidos. No volveréis a ser ejecutados ni asesinados. ¡El genocidio que mi especie ha perpetrado contra vosotros acaba aquí y ahora!
         Pudo oír claramente el revuelo que sus palabras causaban entre los soldados bajo su mando: los gritos, las exhortaciones al orden de Alisia, las exclamaciones de incredulidad, las acusaciones de traición. Nada de eso le importó. Lúria sonrió de nuevo mientras los alienígenas clavaban en ella sus órganos sensoriales y comenzaban a extender sus palabras entre aquellos que estaban más lejos, más y más rápido a cada segundo que pasaba. Nubes de color y olor se elevaron sobre ellos, cantando en el ardiente aire de las planicies, bajo el cielo de color malva y la lejana luz de su estrella.
        Lúria aún no sabía si lo que acaba de hacer supondría cambio alguno o no pero, por primera vez, se negó a perder la esperanza en un futuro mejor. Ella al menos estaba dispuesta a pagar el precio que tuviera que pagar.
        «Al fin y al cabo —reflexionó—, todas las revoluciones comienzan con pequeños gestos».

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